Nos asomamos a un nuevo año que se proyecta entre sombras y luces. Por una parte, la temida pandemia hace alianza con el frío invernal y nos incita a refugiarnos; a frenar nuestros impulsos de cercanía y calor amigo. Y, por otra parte, sentimos la motivación a vivir plenamente más allá de las limitaciones y condiciones impuestas; a no resignarnos ni rendirnos.
Ante una situación de incertidumbre es fácil abandonarse; dejarse caer en el letargo de la comodidad y renunciar a salir de sí mismo, de una misma. La zona de confort puede ser atrayente y, esta, frecuentemente, nos invita a escondernos ante riesgos o temores.
Sin embargo, la humanidad necesita hoy con urgencia personas y grupos capaces de generar procesos de cambio, acciones revolucionarias que transformen la historia desde lo pequeño, desde las aparentemente insignificantes actuaciones que introducen dinámicas nuevas, que alumbren horizontes de futuro.
Y nuestra Iglesia está siendo conducida por el Espíritu del Señor Resucitado a vislumbrar y señalar sendas nuevas de renovación eclesial profunda y radical. Volver a los orígenes evangélicos de las comunidades de discípul@s misioner@s, capaces de ser luz y sal de una humanidad nueva, siendo ellas mismas germen de ese proyecto utópico.
Y ahí nos encontramos como Frater. Pequeña realidad, pero vigorosa y simbólicamente fecunda. Un año más la Frater es invitada a seguir apostando, conscientes del largo plazo, por una sociedad igualitaria, inclusiva y fraterna, desde la propia fragilidad experimentada como enfermedad o discapacidad.